TRAS LOS DIOSES:El espermatozoide de una novela que abortó

     TRAS LAS HUELLAS DE LOS DIOSES

 

 

 

Prólogo:

 

Aunque basados en la mayoría de los casos en hechos reales, admitidos o no por la ciencia oficial, los nombres de los protagonistas de esta historia, son ficticios, aunque en muchos casos, se refieran a personas reales.

La ambientación en los lugares de Egipto y Venecia que aquí se presentan son todos reales, y prácticamente todo el factor histórico y arqueológico que aquí se recoge, se basa en hechos verídicos.

El haber decidido escribir este libro, es fruto de diferentes viajes al misterioso Egipto, un país que tiene “magia”, y que por mucho que avance la Egiptología, sigue estando rodeada de un halo de misterio, que curiosamente en vez de menguar con el caminar de la ciencia arqueológica, crece con cada nuevo descubrimiento.

Aunque se han escrito miles de libros sobre la historia del Egipto faraónico, todavía son cientos los misterios que guarda el País del Nilo; desde sus verdaderos orígenes, a la función de muchos de sus monumentos; desde las inmensas pirámides de Ghiza, hasta la función de la Esfinge, pasando por quiénes fueron realmente los fundadores de esa civilización, que cinco mil años después de su nacimiento “oficial”, sigue siendo uno de los arcanos más fabulosos de nuestro planeta.

Al escribir esta novela, hemos intentado aunar en un solo volumen, viaje, aventura,misterio, arqueología “heterodoxa”, y que además pueda servir de guía “distinta” para quien decida viajar al país más mágico de nuestro mundo.

 

 

 

                                            CAPITULO PRIMERO:

 

    1939, una vieja historia de guerra

 

Aquel lunes al mediodía, Enrique y Javier almorzaban en un céntrico restaurante de la Ciudad Codal. Ante ellos humeaban unos platos de fricandó de ternera con guisantes que era un verdadero suplicio de masticar, pero la verdad, en tal día de la semana y en aquella zona, la mayoría de restaurantes estaban cerrados por “descanso semanal” y los dos periodistas habían decidido comer en aquel establecimiento, pues la verdad la comida era lo de menos y sí, una simple excusa para hablar de varios temas de común interés. Ambos aunque hablaban mucho, de hecho casi cada semana por teléfono, y los correos electrónicos eran abundantes, no se veían físicamente desde hacía casi seis meses, cuando Enrique había entrevistado a Javier para una conocida revista catalana, con la finalidad de promocionar el último libro de éste.

Mientras Javier se hacía el remolón pensando si clavar el diente en la dura carne, o jugarse los dientes atacando a los guisantes, sonó el móvil de éste. Al mirar el número sonrió y guiñó pícaramente el ojo a Enrique, pues quien estaba al otro lado del aparato, era Vicente Calvo Espina, director de una revista de la competencia, y que mantenía muy malas relaciones con Enrique desde hacía años, debido a sus “tiks” paranoides y a ver enemigos donde no los había. La conversación fue rápida, solamente un intercambio de palabras, algunos monosílabos por parte de Javier, y una referencia maliciosa al hecho de estar comiendo en Barcelona con Enrique.

Al cerrar la comunicación, Javier dijo entre risas

—Joder, ya le hemos dado el día, la semana y el mes al pobre Calvo, al decirle que estaba comiendo contigo, casi se ahoga,.

— ¡ que se joda! Por los malos ratos que hace pasar a sus colaboradores.

En ese momento y tras dejarse prácticamente toda la carne, se acercó un malcarado camarero que les sirvió el postre del día, unas deliciosas lionesas con chocolate caliente

—Al menos no nos moriremos de hambre y podremos aguantar hasta la cena—dijo Enrique.

En aquel momento sonó el teléfono móvil de Enrique, y al preguntar malhumorado, pues no le gustaban las interrupciones en horas de comida, quién era, apareció la voz de Elisabet, su esposa, que le dijo muy excitada

—Ve al Hospital Clínico cuanto antes, pues tu amigo Bartolomé está muy grave, su hermana María ha telefoneado diciendo que había tenido un nuevo ataque y que posiblemente no salga de esta.

Enrique explicó lo que pasaba a Javier, y tras tomar un último bocado de chocolante caliente, y pagar la cuenta, demasiado abultada para la calidad de los alimentos y desproporcionada si la comparaban con la “simpatía” del servicio, ambos salieron a la calle, donde Javier cogió un taxi para dirigirse al aeropuerto del Prat, donde debía coger una avión para reunirse con su novia.

Enrique se limitó a recorrer rápidamente los apenas cuatrocientos metros que separaban el mediocre restaurante del céntrico hospital barcelonés. Preguntó por el enfermo y le dijeron que se encontraba en una habitación de la tercera planta. Subió todo lo rápido que pudo por la escalera, pues los ascensores estaban colapsados y además la digestión de la frugal comida tampoco era obstáculo, y encontró la habitación donde su ya viejo amigo Bartolomé Marimón Ranera, se encontraba. Aquel hombre rebasaba en mucho los ochenta años, pero aún se podía apreciar que de joven tuvo que ser fuerte y enérgico, y por cierto con mal carácter. Al ver entrar a Enrique, le dijó con los ojos aún enérgicos y duros pero vidriosos, como antesala anunciadora de una próxima muerte

—Siéntate y escucha, me queda muy poco tiempo y lo que voy a decirte es importante para ti.

Enrique, aunque como reportero había visto mucha miseria y desgracia en sus 22 años de profesión, el ver aquel cuerpo cubierto por las sábanas y sus arrugadas manos casi cerradas como garfios la sábana, pensó que su amigo estaba a punto de cruzar el misterioso umbral entre la vida y la muerte. El periodista no dijo nada y se limitó a sentarse en una aséptica silla blanca y ponerse muy cerca del anciano, que con voz trémula pero potente a la vez, le relató una historia que se remontaba a finales de la Guerra Civil española.

—Como bien sabes, pues te lo he contado mil veces, yo luché en el bando de Franco durante nuestra Guerra Civil, era muy joven cuando explotó, yo me encontraba en casa de mis padres, en Puigcerdá, y tras pasar a Francia y volver a España me alisté en el Tercio de Requetés de Nuestra Señora de Montserrat, Toda mi familia era de raigambre tradicionalista, y ademá hacía pocos meses, una hermana de mi padre, monja para más señas, había sido violada por unos bárbaros de la FAI. Yo quería guerra, venganza y no dudé en alistarme en el Tercio catalán.

El anciano tosió con fuerza, y su hermana, una mujer aún mayor que él, que rozaría los noventa años y estaba medio adormilada en un rincón de la habitación, acercó un vaso de agua al enfermo, el cual tras beber algunos tragos, continuó su narración

—En enero del 38, y al volver de un permiso de una semana, el cual pasé con una amiga mía muy atractiva—una leve sonrisa apareció en los moribundos labios de Bartolomé—me encontré que mi unidad había sido destinada a otro frente distinto al que yo me encontraba, y se me destinó momentaneamente a la División 102, concretamente al batallón 223, compuesto en gran parte por voluntarios, entre los que se encontraban algunos hombres provenientes de diversos países. Uno de ellos, con el que hice pronto una buena relación, se llamaba Alexis, y era de padre armenio y madre griega, y según me contó, había venido voluntario a España, por odio al comunismo, pues sus ideas religiosas estaban muy arraigadas, aunque no era católico, si no que sentía cierta tendencia por el ideario ortodoxo. Pese a su aspecto tosco y desmembrado, era un hombre de gran cultura. A sus apenas treinta años, era arqueólogo, y había vivido en Egipto durante tres años. Cuando supo lo de la guerra española, decidió enrolarse en las tropas franquistas, y así nos conocimos.

Enrique pensó que quizá aquella sería la última “paliza” que el viejo Bartolomé le contaría. En más de veinte años de conocerse, le había escuchado toda clase de “batallitas”, pero prácticamente jamás había escuchado en su boca, algo que pudiera tildarse de mentira. Siguió escuchando atentamente, aunque el olor a medicamentos y anestesia que había en la planta, lo que él siempre definía como “olor a hospital” le traía amargos recuerdos y deseaba respirar un poco de aire puro.

—Entramos en combate juntos varias veces, e incluso en la toma de la Sierra del Acebuche, yo le salvé la vida en dos ocasiones en apenas tres días. Me prometió amistad eterna.Siempre íbamos juntos, parecíamos hermanos.

—Una noche en plena sierra de Monterrubio y mientras nuestros mandos se preparaban para la batalla de La Serena, Alexis me contó que antes de alistarse, había dado en Egipto con unos documentos de un valor incalculable, que estaban relacionados con una palabra que yo jamás había oido por aquel entonces: “Alquimia”; me habló de un tal Hermes, que bromeando, yo relacioné con uno de nuestro suboficiales, el sargento Termes, un gallego con muy mala leche al que todos odiábamos. Alexis me dijo que aquello era serio, y que este tal Hermes, había sido en la antigüedad un hombre con unos conocimientos increibles, y que conocía la manera de convertir simples metales en oro. Reí con ganas, quizá de forma histérica, pues en aquellos momentos yo no sabía si al día siguiente a esa misma hora, estaría con vida o ya enterrado. Apenas una hora mas tarde, el cabrón del sargento Termes, nos vino a buscar y nos ordenó coger las armas y acompañarlo. Así lo hicimos y en silencio total y en fila india nos adentramos en una zona boscosa. La noche era muy oscura, no había luna, lo que facilitaba nuestro avance, pues éramos menos visibles para el enemigo, y así estuvimos andando casi una hora el gallego, Alexis y yo.

Bartolomé volvió a toser y esta vez fui yo quien le dio agua y le pedí que no hablara más por el momento. Le aseguré que aquello ya me lo contaría en otra ocasión, frente a un par de cervezas frescas, pero él me atajó con un simple gesto de la mano,fiel a su brusquedad habitual  y continuó

—No creo que haya otra ocasión—dijo de forma un tanto triste, cosa poco habitual en él

—El sargento nos condujo hasta una cabaña de piedra, muy parecidas a las que utilizan los pastores de la zona para guarecerse, y muy posiblemente esa fuera la función del vetusto edificio.

—Dentro hay una emisora de radio, que esos canallas de “rojos” utilizan para coordinar sus movimientos; se creen que un lugar como ese, medio en ruinas,y relativamente cercano a nuestra líneas, no despertará sospechas. ¡ vamos a joderlos!, no deben de haber más de tres o cuatro, y los “rogelios” al parecer no han dejado tan siquiera centinelas, esto va a ser como coser y cantar.

Empuñamos con fuerzas nuestros “Naranjeros” que les habíamos incautado hacía unas semanas a una compañía de Guardias de Asalto que se habían rendido en el combate de Calahonda y a una indicación del sargento nos lanzamos al interior de la cabaña. Termes entró el primero, gritando como loco ¡Viva Franco! ¡Viva España!, nosotros le imitamos, aunque Alexis no secundó los gritos de batalla, pero nuestros tres mortíferas armas, vomitaron todo el fuego y plomo del que fueron posible, sobre los cinco cuerpos que envueltos en mantas, yacían en el suelo. Hermés, borracho de sangre, sacó su cuchillo de combate, un puñal de los que utilizaban generalmente los falangistas y del cual posiblemente se había ajenciado en una de sus conocidas“razzias”cleptómanas y empezó a acuchillar los cuerpos ya sin movimientso que habían en el suelo. Alexis se cercioró de que no hubiera ningún enemigo más en el exterior, y al ver que estábamos solos, yo encendí mi linterna de pila cuadrada y el panorama que surgió ante mis ojos fue lo más terrible que he visto jamás, aquellos cuerpos, cinco en total, no pertenecían a los “terribles rogelios”si no a una pareja, con toda seguridad un matrimonio y sus tres hijos, el mayor apenas un adolescente de doce años.

Los ojos de Bartolomé se llenaron de lágrimas, era la primera vez que veía llorar a ese hombre, duro e inexpresivo casi siempre.

—Alexis apuntó su arma aún caliente, con odio hacia el gallego, pero me apresuré a desviar el cañón del “naranjero”, aunque te juro que yo sentí los mismo deseos que mi compañero.

—Os juro por Dios que yo no sabía nada de esto—dijo el sargento—a mí me han ordenado tomar la posición y silenciar este nido y yo no sabía ..

—Aquello fue uno de tantos errores de información que por ambos bandos se dieron en aquella época, en los tiempos anteriores a la campaña de Peñarrolla. Yo supe que jamás sería el mismo, y Alexis juró no empuñar jamás un arma, y en un arrebato se automutiló un dedo, concretamente el índice de la mano derecha para no volver a disparar mas una arma. Nuestro mandos lo enviaron a un hospital militar de la retaguardia y después quedó destinado en una compañía de intendencia. Al final de la guerra, pocos meses más tarde de la batalla de Peñarrolla, nos volvimos a ver, coincidiendo con la entrada de nuestras tropas en Barcelona, y le entregué mi dirección, a lo que él me respondió que pronto tendría noticias mías.

—Nos separamos y no fue hasta enero de 1946, pasada la Segunda Guerra Mundial, que desde mi casa paterna me comunicaron que había llegado una carta de Alexis. Hice que me la enviaran a la Ciudad Condal,pues yo me había trasladado a vivir a la ciudad, intentando formar una familia, lo que jamás conseguí, quizá por mi mal carácter. Solo mi hermana María desde que enviudó, y tú desde hace ya veinte años más o menos, me habeis ayudado a soportar mi solitaria existencia, siempre perseguido por las imágenes de aquella pobre familia bañada por la sangre inocente.

—En aquella carta me decía que se había hecho sacerodote de la iglesia armenia, y que entre rezo y rezo, se dedicaba a la búsqueda que llevaba a cabo en Egipto antes de nuestra guerra.

Los ojos de Bartolomé se iban cerrando cada vez con mayor frecuencia, y finalmente en un último esfuerzo casi sobrehumando, me dijo

—Tu Enrique, has sido en parte como el hijo que jamás tuve, por esta razón y sabiendo de tu interés profesional por los temas “raros”, te entrego la última carta que hace ya algunos años recibí de Alexis, quizá tu puedas aprovechar algo de lo que me dice. Hizo una indicación a María, y esta con esfuerzo sacó de su raido bolso, una carta, dentro de un sobre sucio, manchado, pues Bartolomé había sido siempre una persona dejada y poco aseada. Cogí el sobre y lo guardé en el interior del bolsillo grande de mi parka.

Seguidamente, Bartolomé cerró los ojos y entro en un pesado sueño.Los ronquidos y expectores que daba, no presagiaban nada bueno. Me despedí de su hermana y tras pedirle que si sucedía algo me avisara, salí lo más rápidamente posible del hospital; necesitaba respirar aire puro. Ya eran casi las seis de la  tarde y anochecía. Me encaminé a mi casa, no demasiado lejos del hospital y el aire frío de la ciudad, me reanimó.

Al llegar y tras saludar a mi esposa, mi hija, que en una habitación realizaba sus “deberes” y a mis gatos, me encerré en el despacho y abri el sobre. La carta llevaba fecha de varios años atrás, y decía textualmente:

 

Estimado Bartolomé:

  Hace tantos años que no nos vemos, que no puedo imaginar como estarás físicamente. Yo sigo con mis investigaciones, mis “chaladuras” como tu acostumbrabas a decir, y una de éstas, me ha llevado a un descubrimiento que me aterra. ¿Te acuerdas que aquella horrible noche que atacamos la cabaña de pastores te comenté algo sobre Hermes?, pues creo que he encontrado unos documentos que cuentan quién era en verdad aquel personaje que podía convertir el plomo en oro, de donde vino, y lo que es más importante, donde se encuentran los documentos que explican como hacerlo. Temo por mi vida, pues el oro, siempre va rodeado y secundado por la sangre. En mi actual retiro de San Lazzaro degli Armeni, pienso a cada momento en sí debo dar a conocer este descubrimiento o sencillamente quemar los papeles que poseo al respecto. Sé que si cayeran en manos turbias, podrían ocasionar más mal que bien, pues el oro envilece a quien lo posee. Rezo, cultivo mi huerto y pido a Dios que me ilumine. No sé que hacer. Quizá no te escriba más pues no quiero ser descubierto, pues me temo que tarde o temprano se sabrá y además de mi vida, que desde aquella noche en la cabaña de piedra, nada vale para mí, otras muchas pueden estar en peligro.

   Si no sabes nada más de mí, recuerda que siempre te recordaré como al camarada perfecto que salvó mi vida en dos ocasiones

   Tuyo

 

    Alexis Pastuka

 

 

Miré el matasellos y la carta venía de Venecia. Sentí curiosidad por conocer aquel hombre, en caso de que aún viviera, pues la carta estaba fechada en 1990, y su avanzada edad era posiblemente un obstáculo para que trece años más tarde, pudiera encontrar al compañero de Bartolomé.

Me prometí hacer una incursión a la preciosa ciudad veneciana y buscar el lugar que mencionaba Alexis en su carta.

 

(1) Todos los datos referentes a la Guerra Civil aquí presentados, están basados en hechos y personajes reales, pero de distinto nombre.

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El autor

Periodista y escritor, mis pasos me han llevado a moverme por el mundo del misterio y de todo lo que tiene dos explicaciones: la ortodoxa y la heterodoxa