El último beso de la mujer vampiro

Cansado, enojado y decepcionado con todo y casi todos. Así se encontraba ese día Enrique.
La jornada anterior había viajado a Madrid para intentar, sin éxito, cobrar una deuda ya prehistórica que le debían en Daltons Editores, correspondiente a un laborioso y extenso trabajo de hacía más de tres años sobre los misterios cátaros. Pero no había habido éxito. No sólo no había podido cobrar un mísero euro, sino que no había tenido la oportunidad de decirle cuatro frescas, o posiblemente hacer algo peor, a la cara a Gerardo Artigas, el impresentable responsable de la filibustera editorial, que tenía como norma de la casa engañar a sus autores con mil truculentas falacias.
Lo único positivo del aquel día fue que, a media tarde, se había reunido para tomar una copa en una céntrica cafetería con Carmen, la afable directora de una publicación “cliente” con la que Enrique colaboraba desde hacía años como freelance.
La siempre encantadora Carmen le había encargado un curioso reportaje sobre una antigua leyenda relacionada con vampiros, y que se remontaba a los últimos siglos de la Edad Media en tierras pirenaico orientales, cerca de la costa mediterránea, zona que él conocía bastante bien.
Aquel día, lo único que Enrique tenía en mente que pudiera estar relacionado con los vampiros era atizarle en la cabeza con una estaca de madera al moroso Artigas la próxima vez que lo pudiera localizar. Aun así, la voz cándida de Carmen y aquellos inocentes ojos azules, un color que fascinaba al reportero, lo desarmaron, y pese a que tenía las mismas ganas de reportear sobre vampiros que de acostarse con una hembra de oso hormiguero, accedió. A fin de cuentas, aquella revista le dejaba mensualmente unos buenos dividendos y no estaba el mercado periodístico como para ir escribiendo a la carta.
Por la noche, tras una fugaz y mediocre cena en un restaurante chino, con esa paupérrima variedad que caracteriza dichos establecimientos, Quique, como le llamaban sus escasos amigos, y algunos de sus muchos conocidos, se puso al volante de su Opel Vectra y decidió desplazarse a las lejanas montañas de Las Alberas, en pleno Pirineo Oriental, antaño españolas en su totalidad, y desde hacía siglos, concretamente desde el año 1659, medio hispanas medio francesas por culpa de un desastroso y mal negociado tratado conocido como de los Pirineos.
Enrique no era precisamente un gran dormilón, más bien lo contrario. Dormía poco y sabía que podía cubrir los escasos mil kilómetros de distancia en unas doce horas o poco más, aunque había decidido parar un par de horas cerca de Zaragoza para descansar un poco y de paso leer tranquilamente el pequeño dossier sobre el tema que debía cubrir y que Carmen le había proporcionado.
Cinco horas después de emprender la marcha, decidió tomarse el pequeño y necesario descanso. Sus piernas le empezaban a doler y a pesar como masas de granito. Con una sonrisa amarga, recordó que poco quedaba de aquel incansable joven que se dejaba la piel en los tatamis repartiendo y recibiendo golpes y patadas que, por muy orientales y deportivas que fueran, dolían como si de origen callejero se trataran.
Paró en un área de servicio a estirar las piernas y a tomar algo que calentara su estómago. Al entrar en el recinto, Enrique observó la tan peculiar escena de este tipo de lugares. Docenas de personas agrupadas por familias o pequeños grupos entorno a una mesa y que, con cara de cansados y dormidos, algunos incluso aun con los ojos medio cerrados, comían en completo silencio algún que otro alimento que les permitiera hacer pared en su estómago. Pese al silencio casi sepulcral de todos ellos, la gran mayoría compartía mesa con alguien. Enrique recordó con disgusto que él no podía disfrutar de más silencio que el suyo propio.
Al girarse y observar la cola que había para adquirir comida y bebida, decidió dirigirse a una de las máquinas dispensadora a comprar algo con unas pocas monedas. Enrique nunca había destacado por su paciencia y pensó que, por muy mala que fuera la bebida de la máquina, sabía por experiencia propia que difícilmente sería mucho peor que la que vendían en los mostradores. Se dirigió a una de las máquinas y eligió una bebida que le permitiera a su estómago entrar mínimamente en calor y algo de comer.
Cuando volvió al coche, eran casi las cuatro de la mañana. Se sentó ante un espeso y humeante vaso de chocolate y abrió el dossier con la información que Carmen le había facilitado.
Al primer sorbo de chocolate se dio cuenta que, pese al denso aspecto de la bebida, lo que en aquella taza humeaba era un líquido acuoso e insípido. Pensó entonces en el placer de oler y saborear una taza de café caliente, pero el anhelo le duró tan sólo unos instantes. Pegó un golpe al aire con cierto malhumor, alimentado sin duda por el cansancio, y recordó que ya hacía muchos años que, debido a recomendaciones médicas, no podía paladear ni la más mínima gota de café.
—¡Maldita hipertensión!—dijo con amargura en voz alta.
Visto y probado el chocolate, Enrique abrió la puerta del coche, bajó, y se acercó a la papelera más cercana, que se encontraba a escasos dos metros de su vehículo. Depositó el vaso, lleno casi del todo. Volvió al coche, sacó el envoltorio a la pasta que había comprado en la máquina, junto al poco agraciado chocolate, y se concentró en el dossier.
Eran pocas páginas, apenas una decena, escritas a máquina, lo que indicaba cierta antigüedad, y relataba una historia o más posiblemente una leyenda ocurrida en las últimas décadas del siglo XIV, en plena Guerra de los Cien Años, en la que los diferentes reinos hispanos tomaron parte cada cual a su manera y con sus propios intereses a favor de ingleses o franceses, cuando no, cambiando de bando.
En el castillo de Viladellers, perdida y montaraz fortaleza semioculta entre una tupida floresta actualmente casi desaparecida gracias a pirómanos psicopáticos y constructores sin escrúpulos y especuladores, había vivido un guerrero de nombre Roger de Morbihán, pariente y vasallo durante años del belicoso Juan IV de Bretaña (conocido por todos como el Anglófilo) al cual había seguido en sus razzias guerreras cerca de Navarra. Junto al bretón habitaba el castillo su agraciada pero cruel esposa, Arnaldeta, baronesa de Viladellers y señora de Puntafalcó. El bretón había acudido años atrás a tierras peninsulares para luchar, pero tal vez cansado por los cambios de bando que en más de una ocasión habían efectuado los dirigentes de su país, por aquel entonces independiente de Francia, decidió cambiar el duro y peligroso campo de batalla por el estratégico y perdido castillo y el cálido lecho de su amada, a la que había conocido en una cacería organizada por el entonces poderoso conde de Ampurias.
Ambos vivían desde entonces ajenos a la contienda que podía calificarse de internacional ya que, aunque eran dos los países que se enfrentaban por derechos dinásticos, muchos territorios sufrían el horror de la guerra, principalmente el pueblo inculto y llano, como en casi todas las guerras.
Roger y Arnaldeta vivían encerrados y al margen del mundo exterior, entre los muros, barbacanas y matacanes de su fortaleza. Entregados a las malas artes de las llamadas ciencias ocultas, que el bretón había traído consigo desde la brumosa y fría Bretaña, tierra de misteriosos monumentos de piedra y de ancestrales cultos paganos. Parece ser que su especialidad era la magia póstuma, la más peligrosa y poderosa de todas. Según se aseguraba desde tiempos del famoso nigromante Abramelín el Mago, este tipo de práctica permitía conseguir a quien la practicara una vida eterna o, para ser más precisos, una no-muerte, lo que popularmente se conoce como convertirse en un vampiro.
Estos dos personajes necesitaban para sus tenebrosos rituales de magia roja, gran puerta de entrada para la posterior y sublime magia póstuma, sangre joven, de niños y adolescentes. Si las víctimas eran vírgenes, mejor, o al menos eso es lo que aseguraban los pocos datos que Enrique tenía en su poder en aquellos momentos.
Entre bocado y bocado de lo que antaño fuera posiblemente cremosa pasta y que en esos momentos estaba más dura que la cara de ciertos famosillos televisivos, el reportero situó geográficamente el castillo, o al menos las ruinas de lo que pensó podía quedar de él. Mientras lo hacía, Enrique se prometió no volver a comprar jamás comida ni bebida en una máquina como la que le había proporcionado su lamentable sustento de aquella noche, aunque bien sabía que era algo que no iba a cumplir, ya que viajes largos a altas horas de la noche abren el apetito a cualquiera hasta el punto de comerse hasta un símil de comida como aquella.
Leyó y releyó varias veces la leyenda que aseguraba que, cuando el número de criaturas de ambos sexos desaparecidas había sido excesiva, casi medio centenar, y sus padres y familiares, pobres campesinos, amenazaban con una revuelta popular, acudieron las mismísimas huestes del rey Martín el Humano, alertadas por algunos prohombres de la zona y varios religiosos del cercano monasterio benedictino de Sant Pere de Rodes.
Convencidos de que todos los desaparecidos habían sido víctimas de las maldades de la extraña pareja, sospechosos de brujería desde hacía tiempo debido a sus extravagantes actividades y algunos comentarios hechos por gente que acudía en ocasiones a vender sus productos al castillo y escuchaban comentarios entre sus sirvientes, decidieron sin dilación atacar el fortificado edificio.
Una noche, tras forzar la puerta por sorpresa y desarmar a una escasa y semidormida guardia, los soldados penetraron en los sombríos aposentos. El hedor les paralizó. Olía a muerte y tortura, y la escena era escalofriante.
Varios cadáveres de niños y niñas y algún adolescente, blancos como el mármol, yacían en los suelos como míseros muñecos de trapo. Barreños de madera embreada, teñidos cuando no llenos de sangre, desprendían su agridulce y desagradable olor, y estaban repartidas de forma casi anárquica por los todos los rincones. Malolientes huesos descarnados en un rincón de una mazmorra indicaban que los asesinatos se remontaban en el tiempo. El cuerpo de un escuálido niño de unos ocho años se encontraba encadenado por grilletes en una pared, con un tétrico goteo de sangre desde su pueril y abierta garganta.
Una parte de los soldados apresaron a los pocos criados, algunos ya muy ancianos, que encontraron por las estancias de la fortaleza. Éstos no opusieron la más mínima resistencia, convencidos de que poco o nada podían hacer frente a aquellos hombres, curtidos en mil batallas por las islas y ciudades del Mediterráneo pertenecientes a la corona aragonesa.
En la sala noble del castillo, situada en la primera planta, y sentado en una inmensa mesa de roble, casi ajeno a lo que ocurría en otras partes del castillo, se encontraba Roger, con una enorme copa de vino en las manos y los ojos perdidos y encendidos como brasas. Al ver entrar de repente a los mesnaderos reales, se puso en pie y les arrojó con infernal ira el contenido, que inmediatamente pudieron apreciar se trataba de sangre. Al intentar coger su espada, el certero dardo de un ballestero real atravesó el corazón del asesino bretón, que tras dar un par de vacilantes pero amenazadores pasos hacia ellos, mostrando, para sorpresa y temor de la soldadesca, dos afilados y exageradamente afilados incisivos, perdió literalmente la cabeza, gracias al acertado mandoble de un sargento de armas que había sido uno de los primeros en introducirse en la fortaleza y observar la monstruosa maldad que desprendía el edificio y la mortandad allí presente.
Mientras el sargento y sus hombres miraban el cadáver atravesado y decapitado del pervertido guerrero, notaron cómo una ágil silueta blanca y vaporosa escapaba por una estrecha puerta situada a septentrión de la gran sala, iluminada por humeantes antorchas y una gran chimenea.
Cuatro de ellos salieron tras la fugaz aparición, y tras ascender por una estrecha escalera de caracol que llevaba a los más alto de la torre del homenaje, vieron que, junto a una almena aspillada, se encontraba una bella dama que, con una vaporosa túnica como única indumentaria, les gritaba improperios en nombre de las mil maldades y potencias infernales. Por los sensuales pero a la vez crueles labios de la misteriosa fémina, se podía apreciar cómo resbalaba un delgado reguero de líquido rojo, que a buen seguro tenía el mismo origen que la sangre de la copa que Roger tenía entre sus manos al ser descubierto por los soldados del monarca.
La soldadesca, sabiendo el rango noble de aquella mujer, no osaron tocarla. En otro caso hubieran aprovechado la ocasión y dado rienda suelta a sus más bajos instintos sexuales, pero su noble cuna, aunque fuera la de una asesina, era, si no un seguro de vida, al menos un escudo protector ante cualquier ultraje por parte de la soldadesca.
La mujer miró a los guerreros, y tras escupir furiosa unas gotas de sangre y saliva sobre la cara del que se hallaba más cerca, les lanzó unas palabras en un extraño lenguaje que no entendieron. Tras mirar de reojo por la almena, la mujer se lanzó con los brazos en cruz al negro vacío, dónde solo podría encontrar la muerte. Lo hizo sin gritar y sin demostrar el mínimo espanto, como si estuviera segura de que aquel salto era solo el comienzo de un paseo más por su amplio feudo.
Mesnaderos y sargento bajaron inmediatamente a los pies de la muralla para recoger el cadáver de la feroz fémina, pero no encontraron nada. Tan siquiera algún pedazo de la alba túnica que cubría a la misteriosa mujer podía observarse por los alrededores. Incomprensible. Atónitos, los soldados pensaron que la ausencia del cadáver sólo podía achacarse a la casual y rápida presencia de algunos lobos, muy abundantes en la zona, que, al ver el cadáver en el suelo, lo habrían atrapado entre sus fauces y se lo habían llevado a su cubil para dar buena cuenta de aquellas aún jóvenes y frescas carnes.
El cadáver de Roger fue descuartizado y seguidamente quemado. Sus cenizas fueron esparcidas por un sacerdote del cercano monasterio de Vilabertrán, famoso por su laboratorio alquímico. El religioso dispersó los restos del bretón a los cuatro vientos frente al abrupto farallón rocoso y marino de Punta Falcó, dónde la tramuntana, el fiero y bravo viento del norte, lo desperdigó por mil lugares distintos.
Terminaba la leyenda asegurando que, tras la desaparición de la tenebrosa pareja, y durante más de tres generaciones, los habitantes de las masías y chozas pastoriles cercanas aseguraban en algunos casos haber sido atacados de noche por una pálida sombra, que tras abalanzarse sobre ellos, les contagiaba una extraña enfermedad que sólo se curaba, en el mejor de los casos, al marchar lejos de lo que fue roquero castillo, abandonado desde la violenta muerte de Roger y la extraña desaparición del cuerpo de Arnaldeta.
Aquellos misteriosos ataques nocturnos y la superstición popular consiguieron que aquella zona quedara prácticamente desahitada durante muchísimos años.
Tras leer y casi aprenderse de memoria aquella leyenda, ya que no podía tratarse de otra cosa o por lo menos así lo creía el agnóstico Enrique, cogió el compacto y reseco triángulo de crema que había dejado sobre el salpicadero del coche mientras leía y lo tiró a la basura. Aunque en un principio había pensado darle el trozo de pasta que le quedaba a un tranquilo perro caniche que allí estaba sentado, por respeto al animal y su cánida dentadura, decidió echarla a la basura para que hiciera compañía al vaso de chocolate que también se había visto obligado a depositar en esa misma papelera a penas diez minutos antes.
Volvió al coche y, tras girar la llave y dar el contacto al motor, introdujo en el porta CD música que él consideraba “moderna”, y que realmente eran digna de viejos coleccionistas y discómanos. Serrat, Perales, Fórmula V y, principalmente, Ádamo se repetían incansables en el interior del vehículo. Mientras, Enrique, para no dormirse, debido a la fatiga física más que el sueño, que empezaba a dar señales de vida, recordaba viejos y juveniles amoríos, no precisamente platónicos. Ante los cándidos y dulces sones de Tus manos en mi cintura su cuerpo joven parecía, o al menos eso intentaba, fundirse con el ligue de turno, sin miramientos de su origen geográfico, española o guiri, ya que en cuestiones de amoríos Enrique jamás fue nacionalista.
Un inoportuno pinchazo en una rueda, y una larga parada para comer en un buffet cercano a Girona, dónde reponer fuerzas y atesorar triglicéricos y colesterol, hicieron que el viaje se alargara más de la cuenta.
Ya en la zona, decidió alquilar una habitación en una cuidada pensión de la fronteriza población de la Jonquera, lejos de los lugares habituales de estacionamiento de camioneros de mil procedencias, y de las decenas de prostitutas, generalmente originarias del Este de Europa, que jalonaban aquella zona y que por las noches provocaban mil reyertas que ninguna autoridad podía o quería controlar.
Caía la tarde. El sol empezaba a ponerse, rodeado de rojizas nubes que anunciaban la inminente llegada del viento del norte para el día siguiente o quizá esa misma noche.
Enrique había decidido aprovechar al máximo el tiempo y tomar unas fotos de las ruinas del castillo a esa hora concreta, aprovechando los tonos rojizos del cielo y las grises sombras de los muros, que podían dar lugar a un buen y gótico material gráfico para ilustrar el reportaje.
Dejaría para mañana las entrevistas con los cronistas locales, esa buena gente que siempre sabe todo lo referente a las leyendas del lugar donde viven, y que en muchas ocasiones son la fuente más importante para documentar un hecho pretérito y oficialmente olvidado.
Cogió el automóvil y por un estrecho y descuidado sendero de tierra subió hasta lo que fue antaño una masía de considerables dimensiones, y que por la presencia de un vetusto matacán defensivo sobre lo que fuera su puerta, indicaba una antigüedad de varios siglos y cierto abolengo. Aparcó su coche en un pequeño claro sin vegetación, pues desde ese punto, el tránsito de vehículos era imposible.
A partir de allí debía hacer a pie el resto de camino, algo que para Enrique no suponía ningún tipo de impedimento ya que normalmente andaba unos 20 quilómetros diarios, lo que suponía más de cuatro horas. Esa era la mejor forma de no coger el automóvil o los diferentes servicios públicos que tanto detestaba por la ciudad.
Con la bolsa fotográfica en la espalda a modo de mochila, una linterna led en el bolsillo, un bastón telescópico de montaña y una sempiterna navaja multiusos suiza de scout en el bolsillo como toda arma, empezó su ascensión hacia el roquero castillo que se apreciaba en lo más alto de la montaña, destacando como mudo centinela de mil horrores su recia torre, la misma desde la que Arnaldeta, según había leído, se había lanzado al vacío hacía más de seis siglos.
El reportero, avezado montañero en mil travesías distintas, había calculado mal la distancia, y lo que él supuso que sería una ascensión de menos de una hora, se alargó hasta casi el doble, debido en parte a la tupida vegetación de arbustos y retamas que invadía lo que debió de ser un camino de acceso hacía siglos.
Al llegar a los primeros contrafuertes de la fortaleza, vio que la luz diurna era cada vez más escasa, lo que le hizo temer que no pudiera hacer fotografía alguna por falta de luz. Con su fiel Nikon D-70 y un objetivo 28-300, se apresuró a tomar varias fotos de los muros exteriores del castillo, que así, desde el perímetro exterior, no difería apenas de otros de la misma época. Pensó que una imagen indispensable para su trabajo sería aquella tomada desde lo más alto del torreón, en caso de poder acceder a él. En su mente ya veía visualizado el pie de foto, “La última visión del ángel de la muerte”, o quizá algo menos cursi. Aquella foto, y alguna más de los interiores del castillo eran totalmente necesarias, por lo que reforzó el paso hasta atravesar la puerta principal, aún en buen estado pese a los siglos de abandono.
Los hierbajos dominaban lo que fue sin duda el patio de armas. Al fondo se podía distinguir restos de un aljibe pero, sin embargo, no había resto alguno de capillas o recinto sagrados, cuya presencia era algo habitual en los castillos medievales.
Los últimos vestigios de luz permitieron a Enrique observar los muros y paredes. Algunas de ellas estaban cubiertas por hiedra y otras desnudas. Vio con cierta alegría que no existía vestigio alguno de los típicos grafittis que cualquier energúmeno que quiera conseguir el pasaporte como ciudadano de la nación vándala realiza en cualquier pared, sin preocuparle si se trata de un simple muro de hormigón o una pieza parietal con cientos de años de antigüedad. Parecía como si algún misterioso y celoso guardián no hubiera permitido a individuo alguno ensuciar unas paredes que ya por sí solas y a consecuencia de los mil horrores de los que habían sido testigo, estaban sucias por el peor de los delitos: el cruel asesinato y la tortura de criaturas indefensas.
Con ayuda de la linterna, Enrique fue iluminando los oscuros muros y algunos pasadizos de techo bajo, y finalmente subió por una amplia escalera, cubierta por la suciedad de siglos de abandono que conducía a una ancha sala, presidida por una inmensa chimenea, que muy posiblemente fue el lugar dónde Roger fue decapitado ante su última copa del vital líquido.
Iluminó lo que sin duda era una puerta y el principio de una escalera. Pensó en subir, pero una extraña razón que no supo explicar le impidió hacerlo, preso de un inexplicable miedo a nada en concreto y a todo en general.
Él, que se había criado en un barrio portuario, polémico y un tanto marginal de Barcelona, y aprendido a dar y recibir golpes desde niño en las populacheras calles del Paralelo de los años 60 del pasado siglo, y que se las daba en ocasiones de bravo y valentón, lo que quizá no fuera más que un falso escudo auto protector, sintió que todos los cabellos de sus brazos y piernas se erizaban.
—Será la fría tramontana—pensó para sus adentros, sabiendo que se estaba engañando a si mismo.
Se dirigió a la puerta que vislumbraba al final de la sala, y mientras se preguntaba sí aquel sería el acceso a la aun soberbia torre, notó una presencia extraña detrás suyo y tuvo el convencimiento de que no se encontraba solo en el lugar.
Se giró de repente y vio con extrañeza y fascinación cómo una mujer joven, vestida, o por lo menos lo intentaba, con una simple y ligera túnica que en sus tiempos sería blanca, y ahora parecía de un color azulado por el paso de los años, lo observaba con una extraña mirada, que no supo cómo definir.
La mujer, imponente en su sencillez, sin moverse del sitio, le preguntó con un extraño acento, que él no supo definir, pero que le pareció un tanto anacrónico:
—¿Quién eres?
—¿quién eres tú? —le respondió Enrique con cierta brusquedad, acostumbrado por su profesión a ser él el que hace las preguntas.
—Alguien que vive por aquí desde hace mucho—le contestó la misteriosa mujer, mientras sus almendrados y acerados ojos azules parecían querer examinar por dentro al reportero.
—soy un periodista, que estoy escribiendo un libro sobre los castillo del norte de Girona—le mintió Enrique
—¿Periodista?, ¿qué oficio es ese?—preguntó extrañada la joven.
Enrique la miró por primera vez muy fijamente dándole un repaso de cabeza a pies, y deteniéndose más tiempo de la cuenta en algunas partes concretas del juvenil cuerpo, el cual, y gracias a un último rayo de luz que se filtraba por una ventana gótica, parecía estar desnudo ante los ojos del extrañado y fascinado reportero.
Miró su largo pelo, rubio, liso y sedoso. Después de observarla con atención dedujo que debería tener alrededor de unos 25 años.
Ante la extraña pregunta, Enrique pensó que podía encontrarse ante una enferma mental, escapada tal vez del cercano centro psiquiátrico que existía, ya en territorio francés, muy cerca de las soleadas playas de la Costa Bermeja
—Un periodista es alguien que cuenta las cosas que suceden a los demás, y de paso los forma e informa, y en ocasiones entretiene— respondió.
—como los trovadores. Ahora te comprendo— contestó la muchacha.
Enrique estaba decidido a tomar el camino de regreso y dejar para el día siguiente las fotografías. Lo que menos deseaba era tener cualquier problema con una mujer que muy probablemente estaba enferma mentalmente, y que podía traerle serios contratiempos.
Cuando ya estaba a punto de marchar en dirección a la puerta por la que había entrado y guardaba su linterna en el bolsillo, la joven le preguntó con una voz entre imperiosa y cándida a la vez:
—Ya que has subido al castillo, ¿quieres conocer su historia? Yo la sé, más de lo que nadie puede saberla.
Aquella frase, a medio camino entre la pedantería y la inocencia, dejó un tanto perplejo a Enrique.
—Está loca, loca de remate, seguro que se ha escapado de algún psiquiátrico—pensó.
Sin darle tiempo a terminar su pensamiento, la joven empezó a relatar, mirando a un punto indeterminado del altísimo techo:
—Aquí vivieron un hombre y una mujer que alcanzaron, al menos ella, lo que muchos seres humanos han deseado siempre, la vida eterna—
Aquella lapidaria frase dejó casi helado a Enrique, y en esta ocasión no existía la excusa del viento del norte, pues eran las palabras de la mujer lo que había desarmado la voluntad de marcha del reportero.
—¿cómo sabes tú eso?— le preguntó Enrique un tanto perplejo y con un tono seco.
La muchacha se acercó y cogió de la mano al periodista, que se estremeció al instante. La mano de la misteriosa chica estaba fría. Enrique notó entonces una sensación extraña, a medio camino entre el temor y el erotismo.
Cuando él daba la mano a alguien solía hacerlo con fuerza. Algunas mujeres se quejaban de ello, lo que era excusa, según decían algunos biperinos, especie relativamente abundante en su reducido círculo de amistades, para en la siguiente ocasión besarlas amistosamente.
En esta ocasión, sin embargo, Enrique no apretó la mano. Fue la delicada, larga y fría mano de la joven la que cogió con una fuerza que parecía ajena e imposible a su delicada figura la mano del reportero, como un férreo cepo. Girándose, la joven le dijo en un tono que parecía más una orden que una invitación:
— Ven, subamos juntos a lo más alto de la torre.
Aunque con cierta dificultad, ya que la oscura noche era casi dueña absoluta de todo lo que les rodeaba, ambos fueron subiendo peldaño a peldaño por los pétreos escalones, pudiéndose observar que la arcana mujer conocía perfectamente aquella centenaria, resbaladiza e insegura escalera.
Por fin, y tras unos pocos minutos que a Enrique le parecieron siglos, llegaron a la almenada atalaya, desde dónde se observaban los lejanos arbustos poseídos por la noche, y un cielo estrellado y con una brillante luna llena. El cielo estaba claro y despejado, y sólo alguna pequeña nube desafiante se atrevía a atravesar por delante de la blanca y brillante luna.
—¿Crees en el Diablo?— le preguntó la mujer, sin tapujos y de forma inesperada.
— No, no creo en el Diablo, ni tampoco en Dios— le contestó convencido y un tanto molesto el agnóstico reportero.
—Entonces tampoco crees en la vida eterna—le dijo casi con desprecio la rubia dama
—No. Tampoco creo en eso— volvió a responder él.
—Te voy a contar una historia que quizá haga que cambies tu forma de pensar— le dijo ella con tono desafiante.
Y girándose y dando la espalda a Enrique, mientras los pálidos rayos de la luna atravesaban la blanca túnica de la joven, lo que hizo que él tuviera unos pensamientos no muy apropiado para menores, la mujer le contó, con voz suave, a la vez que imperiosa:
—Hace muchos años, tantos que ya ni yo misma recuerdo cuántos, aquí vivieron una pareja que lo tenían todo lo que alguien puede desear en la vida: riqueza, criados, poder y sexo. Pero eran ambiciosos y deseaban algo más: vencer a la muerte y, si era necesario, aliarse con ella para lograrlo.
Mientras hablaba, y las nubes con sus esporádicos desafíos a la luna envolvían aún más con su mágica presencia aquella extraña escena, Enrique empezó a sentir una especie de sopor. Era muy distinto al sueño fisiológico, era una especie de éxtasis, a medio camino entre lo místico y lo sensual.
El dulzón olor a madreselva, proveniente de los arbustos que se hallaban a los pies de la fortaleza, y la extraña entonación de la voz femenina, hicieron que poco a poco Enrique entrara en una especie de duermevela, donde lo onírico y la vigilia podían confundirse, cuando no, ser la misma cosa.
—Lo consiguieron—prosiguió la joven—Aquella pareja venció a la muerte, a las enfermedades, a la vejez y a otras cosas. Solo la decapitación, la luz solar o un objeto punzante clavado en sus corazones podían acabar con sus vidas eternas.
— Como es lógico— continuó la mujer, esta vez girándose y mirando muy aceradamente al periodista—esto tenía un precio. La vida eterna para unos pocos supone la muerte para muchos. Es la ley que marcó Abramelín el Mago, hace miles de años, y que dejó escrito sólo para unos pocos elegidos.
El olor a madreselva, el viento frío, la luz de la luna, el destello de las estrellas y la presencia misteriosa de aquella mujer, empezaba a desmantelar las pocas defensas que Enrique tenía en aquellos momentos.
—La sangre, ese es el gran secreto. La sangre fresca, joven y poderosa. Solo ella puede hacer que alguien pueda sobrevivir, vencer a la muerte, vivir eternamente y temer solamente a la luz del día.
Enrique en otro momento hubiera tomado alguna decisión. Posiblemente escapar, o por lo menos llamar por su teléfono móvil a los agentes rurales para que vinieran a recoger a aquella mujer que en un principio pensó que estaba loca, pero que, tal como la iba escuchando, sabía que no era el caso.
Pero su mente estaba abotargada en una mezcla de sopor, miedo, ganas de saber más sobre lo que aquella extraña criatura le contaba, e incluso al ver su misteriosa belleza, poseerla allí mismo, en lo más alto de la fortaleza, sin pudor, con la salvaje pasión de quien se siente vivo, y no sabe cuánto le queda y desea aprovechar hasta el último momento los pocos placeres que la vida le ofrece.
La mujer se acercó hacia él, dejó caer su ligera túnica y le besó de la manera más extraña y apasionada que Enrique hubiera podido nunca imaginar. Los labios primero, el cuello después.
Unas nubes de placer vencieron su voluntad. Quería escapar pero no podía. Su cerebro no obedecía. Dejaba que los fríos labios de aquella mujer hicieran de él lo que quisieran, que lo dominara.
Los minutos parecían siglos, y cada vez se sentía más débil, tanto a nivel físico cómo mental y también psíquicamente, como si la fuerza y la vida se le escaparan raudas por cada poro de su piel.
Mientras ella le besaba, la mujer le preguntó:
— ¿Cómo te llamas? Dímelo. No temas nada de mí, eres mío.
—Enrique—contestó él, agotado y a punto de desplomarse, sin saber cuánto tiempo llevaban así.
Casi en un susurro, sin fuerzas, como un autómata, él le hizo la misma pregunta a ella
Acercándose a su oído, la mujer le dijo con suave y seductora voz su nombre.
Al oírlo, sintió como una explosión en el interior de su cerebro. Enrique abrió los ojos y casi sin darse cuenta y con recuperadas energías dio un fuerte empujón a la mujer desnuda, que cayó al suelo, lanzando un terrible gruñido y mil maldiciones, la mayoría de las cuales que no llegó a entender.
Enrique, sin saber cómo, puso el pie en el primero de los escalones de la torre y como un poseído fue bajando por la escalera de caracol, dándose golpes con las piedras, y dejándose parte de la piel en aquellos fríos y centenarios muros.
En lo que le pareció un siglo, llegó a la amplia sala y casi a tientas buscó el mismo camino por el que había entrado en el castillo. Su linterna led, que conservaba afortunadamente en el bolsillo, le iluminó la salida, y dejando abandonado todo su caro equipo fotográfico entre las ruinas, salió tambaleándose y se precipitó por el empinado sendero que lo había conducido hasta la fortaleza, sin atreverse a mirar atrás, y menos al torreón, donde la silueta de una mujer terriblemente bella y cruel lo observaba, con la más diabólica de las sonrisas en sus enrojecidos y húmedos labios.
Horas, semanas, años, no sabía cuánto había pasado desde que había escapado del tétrico castillo y de la fascinante criatura con forma de mujer.
Cuando la luna estaba en lo más alto del cielo, vigilando celosa a todas las criaturas nocturnas, llegó junto a su automóvil. Buscó nerviosamente las llaves en sus bolsillos, con el desesperante temor de haberlas perdido en su loca carrera. Finalmente, tras lo que le pareció una eternidad, logró encontrarlas y abrir la puerta.
Encendió los potentes faros y casi de forma temeraria condujo por el difícil y peligroso camino que debía llevarle a la pensión. El fresco aire que entraba por la ventana de su Opel Vectra pareció devolver algo de vitalidad al angustiado y pálido rostro de Enrique.
Mientras conducía, su mente atormentada iba repitiendo mil veces un nombre, un terrible nombre de mujer que llevaba impreso en la parte más profunda de su cerebro.
Poco después, y con una población desierta debido a la hora intempestiva, llegó frente a la pensión.
Aparcó el automóvil, sin cerrarlo siquiera.
Marcó en un moderno portero automático el número clave de cuatro cifras que hacía las veces de llave y se introdujo en su habitación, situada en la primera planta.
Se desvistió totalmente como un poseso, arrojando la ropa al suelo de cualquier manera, mientras un nombre femenino seguía martilleando su mente.
Quería, necesitaba, lavarse, que la cálida o fría, no importaba, agua de la ducha limpiara toda la maldad que parecía haber impregnado su cuerpo debido a los lascivos besos de aquella quimérica mujer.
Mientras bajaba por la escalera del torreón, se había dado un fuerte golpe en la frente. Como en esos momentos le dolía, se dirigió al espejo para mirar si se había hecho una brecha.
Un horror sin nombre, pavoroso, se apoderó de todo su ser al ver que su imagen no se reflejaba en el espejo. Fue en aquel momento cuando aquel nombre femenino que venía martilleando su cerebro durante un tiempo impreciso, desde el mismo momento que la mujer le confesó cómo se llamaba, acudió casi involuntariamente a sus pálidos labios y gritó como un poseído:
—¡Arnaldetaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!

Miguel G. Aracil

El autor

Periodista y escritor, mis pasos me han llevado a moverme por el mundo del misterio y de todo lo que tiene dos explicaciones: la ortodoxa y la heterodoxa